Quijotismos

Como nos decía también con el ejemplo Aquilino Duque, solamente es feliz quien se inventa un destino

Un tic común es admirar los quijotismos del prójimo solamente cuando coinciden con nuestros ideales o, al menos, con nuestras lejanas simpatías. En cuanto el prójimo se sale por la tangente de lo que nos hace gracia, sus extravagancias dejan de parecernos quijotismos para ser, del tirón, locuras. Esto lo vio venir… Cervantes.

De entre la gran ambigüedad interpretativa que permite el Quijote, hay dos tesis que me entusiasman por igual, aunque hasta ayer yo las veía contradictorias. Primero, la de Cesáreo Bandera, recogida en el libro Monda y lironda, muy crítica con el personaje. Según nuestro crítico, discípulo preclaro de René Girard, don Quijote cae en la trampa mimética por seguir un modelo equivocado. Da en querer emular a Amadís de Gaula y, por eso, termina fatal. Según Bandera, Cervantes nos quería advertir de que toda imitación que no lo sea de Cristo está condenada al ridículo. Amén.

La segunda interpretación es la jocunda de Gonzalo Torrente Ballester en El Quijote como juego. Alonso Quijano desea hacerse caballero andante porque le va ese rollo y ya está, y no le importa que sea un ideal anacrónico. Se echa a los caminos, saltándose la barda del corral de sus tiempos. Don Quijote finge a sabiendas, para que los demás terminen entrando, como entran, en su fantasía. Se sale con la suya, cumpliendo con los versos programáticos de Aquilino Duque: “El hombre sólo es libre cuando mira adelante./ Solamente es feliz quien inventa el destino”.

Me he dado cuenta de que no son dos interpretaciones contradictorias ni siquiera alternativas ni estancas. Son complementarias. Si el sueño de Alonso Quijano hubiese sido sensato, los lectores no lo veríamos despeñarse en su empeño. Nos habríamos quedado con el apacible Caballero del Verde Gabán. El quijotismo tiene que retar en singular combate a nuestros prejuicios. La razón de la sinrazón es razonable porque sólo a la contra vemos con claridad y emoción a un hombre imponiéndose –e imponiéndonos– un destino.

Cervantes, siempre tan sutil, echa su cuarto a espadas y, con su novela, desactiva el tic de los que aprecian sólo a los suyos. Quiere un extraviado loco perdido que se encuentre como en casa muy dentro de nuestros corazones de verde gabán. Diríamos que él nos propone a su vez una emulación, animándonos a descolgar nuestra lanza en astillero –aunque escogiéndola mejor, como nos apuntaba Cesáreo– , y a echarnos a los caminos.

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