San Bruno y la Muerte

LA Muerte es ese cráneo anónimo que, más que agarrar, acaricia. Ante la calavera, todo es vida: el vigor de las manos, el cuerpo palpitante y la expresiva y lozana cabeza. San Bruno la observa fijamente y su mirada no expresa dolor, sino verdadero goce, éxtasis, deseo ardiente de una unión definitiva con Dios. Es difícil materializar este estado espiritual, convertir en incorpóreo lo corpóreo. Sólo un gran escultor como José de Arce logra aplicar enérgicas pinceladas con la gubia y plasmar con tal maestría ese vibrante modelado del hábito cartujano. Pero hay más. La juventud del santo fue toda una ruptura con el modo en el que hasta entonces se habían representado al santo, siempre consumido por la penitencia. Al contrastar una vitalidad fogosa con el agotamiento más descarnado se quiso proclamar la fugacidad de la vida.

El mes de los difuntos es una buena oportunidad para acercarse a esta bella meditación sobre la muerte, que perteneció al admirable conjunto de obras que Arce hizo para la Cartuja dentro de la más rabiosa vanguardia artística de entonces. En el siglo XIX, cuando la Desamortización acabó con los frailes, fue llevada a la Catedral de Cádiz como una gran joya. Allí estuvo hasta que los cartujos volvieron y la recuperaron para su iglesia y para Jerez. Desde hace unos años la vemos en la catedral de nuestra ciudad, fuera de su contexto, tras ser regalada por unas Hermanas de Belén que no quisieron tenerla presidiendo su templo. ¿Cómo es posible despreciar una escultura tan exquisita? Tal vez haya un concepto demasiado inquietante en esa conexión con lo trascendente a través de una belleza tan humana. Es la estética de la contrarreforma y del Barroco, que tanta gloria dio a la Cartuja, frente a la seca y seriada estética neocatecumental que tanto gusta a sus nuevas habitantes.

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