
El Palillero
José Joaquín León
La Liga de los Arruinados
La tribuna
LA transparencia es una propiedad óptica de la materia. Así, un material presenta transparencia cuando deja pasar fácilmente la luz. En cambio, un material es translúcido cuando deja pasar la luz de manera que no se observan nítidamente los objetos; mientras que lo contrario es la opacidad, que se predica de aquel material que impide el paso de la luz.
El pasado 10 de diciembre, se publicó en el BO la ley de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno. Ley que nace, según su preámbulo, colmada de virtudes que permitirán al ciudadano dotarse de un eficaz instrumento de escrutinio de la acción de los responsables públicos, al articular dicha norma las obligaciones de publicidad de la actividad pública, regular el acceso a la información y establecer las reglas de buen gobierno, así como las consecuencias de su incumplimiento.
Hasta la publicación de la referida ley, el principal instrumento de transparencia con el que contaba -y cuenta- el ciudadano frente a la Administración, en virtud de los arts. 35 y 37 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, es el derecho de acceso y, en su caso, obtención de copia del expediente administrativo. No obstante, en la práctica, con demasiada frecuencia, los funcionarios y autoridades no sólo no facilitan su ejercicio, sino que lo obstaculizan e incluso llegan a impedirlo, en lo que parece más una concepción del acceso al expediente administrativo como una suerte de concesión graciosa de la Administración que lo que es y debe ser, esto es, un derecho del interesado.
Sin embargo, tras la lectura de la nueva Ley de Transparencia, las indudables virtudes que posee no alcanzan a paliar el regusto amargo que deja gran parte de su articulado. Y ello, fundamentalmente, por las cuatro razones siguientes:
Primera, la obligación de trasparencia de la actividad pública se limitará a sus actividades sujetas al Derecho Administrativo para: la Casa de su Majestad el Rey, el Congreso, el Senado, el Tribunal Constitucional y el Consejo General del Poder Judicial, así como el Banco de España, el Consejo de Estado, el Defensor del Pueblo, el Tribunal de Cuentas, el Consejo Económico y Social y las instituciones autonómicas análogas (léase en nuestra comunidad autónoma: el Parlamento de Andalucía, el Consejo Consultivo o la Cámara de Cuentas). Por tanto, en relación a los anteriores órganos estatales y análogos autonómicos, se deja fuera del ámbito de aplicación de la ley la parte que para el ciudadano es más relevante de su actividad, la de carácter político, así como las de naturaleza privada.
Segunda, el amplio elenco de materias excluidas de la obligación de información (desde la seguridad nacional, a la protección del medio ambiente; pasando por las relaciones exteriores; las funciones de vigilancia, inspección y control; los intereses económicos y comerciales; la política económica; o, la confidencialidad en procesos de toma de decisión); combinado con la indeterminación de las causas de inadmisión de la petición de información (serán inadmitidas, entre otras, las peticiones referidas a información que esté en curso de elaboración o requiera reelaboración; que tenga carácter auxiliar; las dirigidas a un órgano en cuyo poder no obre la información y que desconozca el competente; o, que sean repetitivas o abusivas), permitirán que aquellos órganos administrativos reacios al escrutinio público de su actividad puedan seguir operando con nocturnidad.
Tercera, el Consejo de Transparencia y Buen Gobierno, órgano de nueva creación para garantizar el cumplimiento de la Ley dentro de la Administración General del Estado, participa del mal endémico de los principales órganos de control de la arquitectura de la Administración en España, esto es, el carácter político de su composición. A lo que habrá que unir la absolutamente previsible duplicidad de órganos, ya que las autonomías podrán crear sus propios Consejos de Transparencia y Buen Gobierno; y esto, en una coyuntura económica que exige primar la simplificación administrativa.
Cuarta y última, su entrada en vigor es, sin lugar a duda, el aspecto más frustrante de la ley, pues no se producirá hasta trascurrido un año desde su publicación en el BOE, para la Administración General del Estado; y, habrá que esperar dos años, para que resulte de aplicación a las autonomías.
Dada las deficiencias puestas de manifiesto, confiemos en que, al menos, el proyecto de la Ley de Transparencia de Andalucía no replique los defectos de la norma estatal y haga realmente acreedora a la Administración andaluza del adjetivo de transparente. Mientras tanto nuestras Administraciones seguirán siendo todo lo más traslucidas, cuando no, en demasiadas ocasiones, opacas.
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