Programación Guía completa del Gran Premio de Motociclismo en Jerez

Descanso Dominical

50 años

Dudaron si despertarme con un palo, pero lo hicieron con un par de golpes en el hombro, y volví en mí cuando ya se preguntaban si estaba vivo o muerto

Mi infancia se dividiría en dos etapas. Hasta los cuatro años habité la piel de un crío feliz, despreocupado, jovial. No hay mucho más que contar. De los ocho a los trece-catorce (antes estirábamos más la niñez) formé parte de un imberbe comando de bicivoladores que tenía su cuartel general en la barriada de Pío XII, donde Jerez empezaba a despedirse de sí mismo, como diría el Benítez que escribe bien, mi primo Rafa, Toledano por mamá. De los cuatro a los ocho medió un periodo como de entreguerras en el que abandoné mi puericia para transformarme en un señor mayor. Mirándolo con perspectiva creo que se dieron dos acontecimientos que influyeron notablemente en esa repelente conversión. Por un lado, la hipermetropía me obligó a empadronarme en Ulloa Óptico gracias a una generosa ración de cinco dioptrías por cada ojito. Salgo en las fotos con las gafas de pasta de principios de los ochenta, culo de botella, y no soy un niño, soy el tesorero del Hogar del Pensionista. Otro tema fue la llegada de mi hermana pequeña, que arrasó con mi apacible reinado de hijo único. Zas. Era una niña adorable pero empeñada en demostrar el perfecto funcionamiento de los pulmones que traía de fábrica. La banda sonora de nuestro antes plácido hogar mutó en una larga temporada de berrea infantil a la que yo asistía estupefacto, con los ojos aumentados por la incredulidad y las lentes.

Sólo con estos antecedentes se explica que un zagal de apenas ocho añitos baje a jugar un día a la placita y se quede sopa apoyado en el quicio del portal número seis. Dudaron si despertarme tocándome con un palo, pero lo hicieron dándome un par de golpecitos en el hombro, y volví en mí cuando ya se preguntaban si estaba vivo o muerto. Allí estaban Nacho, Marco y Jose, después llegarían los renacuajos, Óscar y Emilio. Así es como conocí a mi pandilla, que durante un tiempo me llamaría carasueño en recuerdo de aquel glorioso día. Juntos hemos atravesado más de cuatro décadas y, aunque ahora estamos repartidos entre Madrid, Arcos, Canarias y Jerez nos hablamos prácticamente a diario y nos reunimos al menos dos veces al año para comernos un cachopo o un marrajo plancha y volver a reírnos hasta las lágrimas con las mismas pamplinas y nuestra jerga particular. Paloslaos.

Ayer celebramos los 50 años de Marco, fue una gran sorpresa para él y una impagable terapia de grupo para todos, que volvimos a ser por un rato los niños que jugando gastaron las calles de Pio XII, volvimos a ser los hombres que, pese al calendario implacable, le hemos ganado el pulso al tiempo. Y lo hemos hecho juntos. Es la grandeza de la amistad. Cuánto cuesta eso.

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