¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

La canonización de Rubalcaba

Rubalcaba fue un político maniobrero y temible, a veces con brillo luciferino, pero nunca fue un hortera del poder

España era un lugar donde se enterraba con cierto arte hasta que aparecieron los tanatorios y su estética de tres estrellas. Ya es impensable un túmulo como el que se levantó por la muerte de Felipe II en la Catedral de Sevilla, el que hizo escribir a Cervantes sus famosos versos: "¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza/ y que diera un doblón por describilla!". Aun así, todavía conservamos el furor del sepelio, el amor por la esquela y la necrológica, la tendencia a magnificar al difunto para darle en la muerte lo que se le negó en vida. El óbito de Alfredo Pérez Rubalcaba ha sido un ejemplo de cómo un exceso de alabanzas hacia una figura puede desembocar en canonización. La dimensión del socialista como gran actor secundario de la historia es innegable. Fue, ante todo y sobre todo, una persona entregada a su partido y rindió algunos servicios importantes al Estado. También fue un político maniobrero y temible, a veces con brillo luciferino, aunque en los sistemas parlamentarios este tipo de personajes son imprescindibles. Los santos (como algunos han intentado pintar a Rubalcaba) sólo sirven para los altares. En los últimos días hemos leído y escuchado varias exageraciones sobre Rubalcaba, alguna magnificando su papel en el final de ETA, algo que él supo gestionar con indudable acierto, pero cuya cocina es muy anterior y hay que buscarla en los años de Aznar y Mayor Oreja (nombres impronunciables en ciertos foros de almas sensibles).

Lo más atractivo de Rubalcaba era su condición de tipo normal, de miembro de la clase media progre, esa que adornaba el salón con una reproducción del Guernica, lucían barba (adorno que hoy se ha derechizado) ganaba sus primeras perras como penene. Rubalcaba nunca se convirtió en un hortera del poder, siguió cenando con su señora (la de siempre) los sábados en un restaurante de barrio y conducía un viejo Seat. Esta sobriedad en las maneras no es exclusiva de la izquierda, como algunos de sus hooligans pretenden hacer ver. Hace poco, un familiar de Fraga nos contaba del viejo televisor del pope conservador y de un domicilio que no se distinguía en nada del de cualquier catedrático de provincias. Hay muchos hombres de Estado para los que la adrenalina del poder es suficiente y no necesitan del lujerío para sentirse vivos.

Rubalcaba fue un gran dirigente, pero no una leyenda, aunque comparado con el actual gallinero político (empezando por su partido) se le podría considerar la reencarnación del mismo Pericles.

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