La Rayuela
Lola Quero
La fiesta de Alvise
La ciudad y los días
Preparando unas palabras atendiendo a una amable invitación de la querida hermandad del Cristo de Burgos volví, cosa que hago con frecuencia, sobre lo que un Blanco White que tenía “puesto ya un pie en el estribo”, por decirlo cervantinamente, escribió en El Alcázar de Sevilla en los últimos años de su largo exilio en Inglaterra: “Bajando estoy el valle de la vida, y todavía se fijan mis pensamientos en aquellas calles estrechas, sombrías y silenciosas, donde respiraba el aire perfumado que venía como revoloteando de las vecinas espesuras, donde los pasos retumbaban en los limpios portales de las casas, donde todo respiraba contentamiento y bienandanza, modesto bienestar ensanchado por la alegría y por la mesura de los deseos, honrada mediocridad que no se atraía el respeto por la opulencia ni por el poder, sino por el pundonor heredado. Ya empiezan a desvanecerse, como meras ilusiones, los objetos que me rodean, y no sólo los recuerdos, sino las sensaciones externas que recibí en aquella época bienhadada se despiertan como realidades en mi fantasía. ¿Qué es lo que queda de las cosas humanas sino estos vestigios mentales, estas impresiones penosas y profundas que, como heridas mal cerradas en el corazón del desterrado, echan sangre cada vez que se las examina?”.
Me emociona que, tras tantos años de exilio, desde 1810 a su muerte en 1841, le sangre la herida mal cerrada de Sevilla. Quizás porque “el pasado es un país extranjero”, como escribió L. P. Hartley en el inicio de El Mensajero, estas palabras me llevan a la Sevilla más mía, la contenida entre los tres lados del triángulo que tiene por vértices San Pedro, San Juan de la Palma y la Anunciación. Y me evocan la música de otro expatriado, el compositor Salvador Bacarisse, que vivió exiliado en París desde 1939 hasta su muerte en 1963. Allí el vanguardista se fue volviendo hacia un estilo neoclásico próximo al nacionalismo musical español. Como si su añorado España le creciera por dentro en la distancia, impregnando de honda melancolía muchas de sus obras: el adagio del concierto para piano y orquesta nº 4 de 1953, el andante del Capriccio para violín y orquesta de 1952 y sobre todo la popular, bellísima y conmovedora Romanza de su Concertino para guitarra y orquesta compuesto en 1957. Oírla es ver abrirse esas heridas mal cerradas en el corazón del desterrado que echan sangre cada vez que se las examina.
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