Jerez íntimo

Marco Antonio Velo

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La llave del firmamento en el cartel de la Semana Santa de Jerez

¡Prendimiento!, ¡Prendimiento!, ¡Prendimiento!… ¡en Santiago tienes la llavecita del firmamento! Lo canta -con voz racial, con textura morena, con sinfonía flamenca, con esbelto repeluco del costillar de la ciudad, con sobresalto casi mesiánico de las enseñanzas de lo jondo, con formateo de una nueva alboreá que nada constriñe, con el arpegio de lo inmarchitable- Tomasa Guerrero Carrasco ‘Macanita’. Decían los cofrades antiguos -los de casta y tronío que vestían el abrigo verde de la experiencia acumulada a fuer de solemnidades y desengaños- que la Semana Santa -la que siempre parece la misma pero por años es diferente- nunca termina, que la Semana Santa no finaliza cada Domingo de Resurrección, sino que simplemente pasa… Eso lo sabe bien aquel título de periodista enmarcado en una monacal habitación de cierta casa de San Miguel con el nombre titular de Manuel Martínez Arce. Eso lo sabe bien una inscripción en mármol con tributo a Juan de Mata López de Meneses y Cala en una antigua sala capitular del Santo Crucifijo donde cada mes de agosto Pedro García Rendón ya comenzaba a cortar el corcho del próximo ‘Nacimiento’ de la Hermandad. Eso lo sabe bien el verso -que es pértiga de la rima- de Montero Galvache.

Y así como la Semana Santa pasa… de igual modo regresa. Y lo hace a sabiendas que en materia cofradiera el tiempo nunca avienta, la distancia nada anula y la pandemia al cabo fue incapaz de trasegar el argumentario de la desesperanza. Con hueso duro ha dado el bichito contagioso. Y es que el coronavirus no sabe de cabales ni de ‘seguiriya cambiá’ ni de túnicas blancas y rojas ni de una filtración de la luz que -como el rayo de Miguel Hernández- nunca cesa. Nos lo dice, con la cuadratura del redondel de las faenas bien rematadas, la obra de Julio Rodríguez -aquel chiquillo del estudio del entrepiso de la calle Arcos-. Hace más de veinticinco años le predije que algún día sería cartelista de la Semana Santa de Jerez. Entonces Julio era una especie de André Breton que escribía trazos surrealistas en el colorido multiforme de su experimentación pictórica.

Decía un poeta jerezano que “todas las verdades segregan siempre restos de mentiras”. Pero no advierto yo ningún embuste en esa certeza de majestad que avanza de costero a costero en el imaginario popular de la obra que anuncia la Semana Santa 2022. Las antiguas religiosas jerezanas ya cantan, con la matriz de lo genuino, aquellos campanilleros del Rosario de la Aurora que hoy vuelven a un lienzo que no es cante chico. Julio Rodríguez ha dibujado un cartel de la Semana Santa cambiando la cejilla -al tres por medio- de su estilo pictórico. De seguro en su rincón de trabajo -esa suerte de laudo conchabado con las musas- ha imperado un dictado sonoro que bascula entre el martinete y la carcelera. En su paleta de colores ha arribado el duende: “ese poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica”. Aunque sí pudiera aproximarse García Lorca -quien jamás gusaneó ningún falso zapateado literario- según sus dictados en prosa.

En la Atalaya comentó este pasado viernes la alcaldesa de la ciudad que nuestras mascarillas son peccata minuta frente a las manos atadas de quien es Rey de reyes en el barrio de Santiago. Todo un presagio, todo un compendio, toda una síntesis. Julio ha reconstruido el renacer de la razón del Ser. Con ecos antiguos del grupo Marismas: “Pa alcanzar la eterniá, pa alcanzar la eterniá, tenemos un buen ejemplo, en las manos amarrás de Jesús del Prendimiento”. Julio ha templado la voz de la piedad popular. Lo ha hecho con el pincel de la flamencología. Ahora sólo resta aguardar el tembleque del taconeo -sin moverse del sitio- de una Cuaresma a compás de tambores lejanos…

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