
Su propio afán
Enrique García-Máiquez
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Dime qué comes y te diré quién eres. Lo decía el gastrónomo francés Brillat-Savarin allá por 1825. De antaño a hoy sabemos quiénes somos por lo que ingerimos. Por lo visto, si uno come pasta, se vuelve antifascista al son del Bella ciao. Hace unos días se celebraba en media Italia un peculiar condumio: la pastaciutta antifascista. Allí también se lleva la polarización a los manteles.
Uno, la verdad, desconocía que macarrones y espaguetis tuvieran propiedades antifascistas. Este acto colectivo recuerda en Italia el día en el que Mussolini cayó destronado el 25 de julio de 1943 (lo sustituyó su edecán Badoglio). No era gran cosa, pero, para celebrarlo, la familia agrícola de los Cervi organizó un festín culinario a base de pasta, tan denostada por el fascismo. Eran oriundos de la Bassa Padana, en el valle del Po. Tras la liberación del Duce por los nazis, llegó la efímera República de Saló y pasó lo que pasó. Los siete hermanos de la familia Cervi fueron fusilados. Por eso muchos italianos evocan el gesto gastronómico de los mártires. Y otros muchos desean que se atraganten o que tengan colitis.
Ahora cuadra la perspectiva. La historia encaja. De Libia a Grecia, la impericia militar del ejército italiano quizá se debiera a que no ingerían pasta. Y ahora uno comprende que el histrionismo oratorio del Duce quizá fuera debido a su aversión a los espaguetis. El fascismo consideraba la pasta un producto innoble y extranjero (la inmigración italiana a América la puso de moda). El hombre nuevo, el camisa negra de pro, no podía comer pasta. Si eres italiano cabal, di no a los macarrones. Marinetti, futurista afín y tarambana, decía que la pasta era una comida del pasado. Embrutecía. Inducía a la pereza. Traía nostalgia. Años después, Alberto Sordi protagonizará la gran venganza frente a un platazo de pasta al dente.
Yo, antifascista. Me lo digo con efecto retardo. El aquí firmante nada sabía al respecto mientras hace poco comía pasta a orillas del lago Garda en la Lombardía. Aquí se halla, por cierto, el pueblo de Saló, última guarida del fascismo terminal, y la alucinante villa y mausoleo de Gabriele D’Annunzio. Los fascistoides de hoy en Italia comen risotto con tinta de sepia. Es su réplica a la pastaciutta antifascista. A ver qué se nos ocurre en la España de los cuñados. Estamos tardando.
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