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Entre las efemérides de este 6 de agosto, se cuenta la solemne misa, oficiada en Sevilla, a la que asistió Magallanes junto a sus tripulantes, poco antes de lanzarse a perimetrar el globo un diez de agosto de 1519. También está, para vergüenza del mundo, la dramática hazaña –una hazaña inversa, de linaje científico– que consumió Hirosima en un fuego desconocido y execrable. Uno se queda, en todo caso, con un episodio luctuoso que señala, no obstante, una insuperada grandeza. El 6 de agosto de 1660 moría en la corte don Diego de Silva y Velázquez, acaso el más eminente pintor su siglo. Esto es, acaso uno de los mayores pintores que ha conocido el hombre.
Alguna vez he contado aquí que Velázquez quiso enterrarse con el hábito de Santiago; pero no por una cuestión de onomástica (Diego es uno de los nombres del apóstol, llegado legendariamente al Finis terrae), sino como una vía para ennoblecerse, cuando el oficio de pintor era aún una educada forma de menestralía. Pacheco, el suegro de Velázquez, tanto como el magisterio técnico de su yerno, admiraba la formación libresca y la solvencia conceptual con que arbitró su pintura. Una pintura que formula plásticamente cuanto han sospechado Montaigne, Sánchez, Bacon y Descartes: la cualidad fantasmagórica del mundo. Esta cualidad aérea, preimpresionista en Velázquez, Ortega la explicaría desde otra perspectiva en El punto de vista en las artes, ensayo determinante y luminoso de las primeras décadas del XX. El hecho, como decíamos, es que Velázquez muere en Madrid, en el Madrid de Felipe IV (quizá su único amigo, junto con Rubens), y que será enterrado en la iglesia de San Juan Bautista, cercana al viejo alcázar de los Austrias. De allí desaparecería, comenzado el XIX, con la vasta predación napoleónica, que destruyó el templo. Esto mismo ocurriría con la iglesia de Santa Cruz y el mariscal Soult, de suerte que en la actualidad no disponemos de los restos mortales de Velázquez ni de su coetáneo y compañero Bartolomé Esteban Murillo.
Tampoco es que importe demasiado, tantos siglos después, a dónde fueron a parar sus huesos (“serán ceniza, más tendrán sentido”, cantaba uno de sus retratados, Francisco de Quevedo); pero a uno le gustaría acercarse a la tumba de Velázquez –o a la de Murillo, por igual motivo– y preguntarle a don Diego, bajo el cielo incendiado del agosto, por aquellos fantasmas que habitaron su siglo. Preguntarle, por ejemplo, de qué modo adivinó la temblorosa y pálida oquedad del mundo.
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