También es mala suerte. Los andaluces disponemos de nuestros buenos litorales y nuestras fiestas sin igual. Tenemos unos bailes típicos que causan sensación, trajes de flamenca que se ajustan al talle de la mujer morena y sombreros de ala ancha para que el caballero luzca su torería en esos patios con macetas que ya quisieran tener en Versalles. Tenemos todo eso y mucho más. Sin embargo, de idiomas andamos fatal los andaluces porque, aunque la pronunciemos a nuestra forma, seguimos hablando la misma lengua que hablan en Talavera de la Reina y en Bogotá.

Cuando abrimos la boca se nos entiende en Tijuana, incluso en Reus, lo cual a primera vista podría parecer una ventaja, pero que a la larga es un problema, sobre todo en una "realidad plurinacional" como dicen que habitamos actualmente, porque hablar igual que los uruguayos será estupendo si nos queremos entender con uruguayos (que tampoco es que ocurra todos los días), pero a la hora de tener una identidad nacional es un atraso, y bien gordo.

En otras épocas los nacionalistas se agarraban a la raza, al color de los ojos y demás cuestiones sanguíneas, pero desde que el racismo no tiene prestigio, para poder reclamar un trato de favor al resto de las tribus, ha habido que buscar hechos diferenciales en otras facetas que no huelan tanto a xenofobia.

La receta del gazpacho cuenta como hecho diferencial. Y los fandangos de Alosno. Pero sin un idioma propio, los andaluces lo vamos a tener crudo a la hora de defender un nacionalismo digno. Para alguien que haya nacido en Rentería está chupado desmarcarse de los riojanos, por ejemplo, ya que no tendría más que felicitar a Patxi por lo rico que estaba el marmitako para que los demás comprobemos que no se puede ser más vasco. Ahora bien, no todos tenemos a nuestra disposición un euskera como Dios manda, un catalán con todas las letras, o un gallego para ir con la cabeza bien alta y, ya de paso, para pedir pulpo en Ribadavia sin necesidad de intérpretes.

Quizás por eso se haya fundado la Academia de la Lengua Aragonesa. ¿O no tienen derecho los habitantes de Matarraña a defender las peculiaridades del chapurriau, que según algunos es un idioma en sí mismo, y no una variante del catalán como pretenden ciertos indocumentados?

A los andaluces nos queda mucho hasta poder defender algo así. Aunque ya ha habido intentos notables, como el de ese profesor universitario que dice haber traducido El Principito al andaluz, (si es que a decir Er Prinzipito, como él asegura que sería correcto, se le puede llamar traducir y a esa jaimitada se la podría llamar andaluz) todavía estamos en la prehistoria de lo que sería el idioma que nos diferenciara por fin de murcianos y extremeños.

Habrá que ponerse manos a la obra, porque mientras tanto nos tendremos que conformar con seguir hablando esa lengua que será muy útil para viajar al Perú, pero que ya debe de ser corriente para que la domine tanta gente en el mundo. Casi quinientos millones de criaturas.

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