La importancia del Seminario Diocesano (I)

Tribuna libre

Monseñor Repetto Betes

11 de octubre 2013 - 08:43

El Concilio Vaticano II, que se propuso revisar toda la vida de la Iglesia, no podía menos que fijar su atención en la institución de los seminarios y dedicar al tema de la formación de los futuros sacerdotes un magnífico decreto que fue promulgado el 28 de Octubre de 1965. Los seminarios se habían multiplicado en las diócesis a raíz de la exigencia del Concilio de Trento de que no fuera ordenado sacerdote ningún aspirante que no estuviera adecuadamente preparado y para preparar a los aspirantes señaló la necesidad de erigir seminarios y educar a los jóvenes aspirantes en ellos. Dijo el Concilio: “Siendo inclinada la adolescencia a seguir los deleites mundanales si no se la dirige rectamente, ni perseverando jamás en la perfecta observancia de la disciplina eclesiástica sin un grandísimo y especialísimo auxilio de Dios, a no ser que desde sus más tiernos años y antes que los hábitos viciosos lleguen a dominar todo el hombre, se les dé crianza conforme a la piedad y religión, establece el Santo Concilio que todas las catedrales, metropolitanas e iglesias mayores que éstas tengan obligación de mantener y educar religiosamente e instruir en las disciplinas eclesiásticas, según las facultades y extensión de la diócesis, cierto número de jóvenes de la misma ciudad y diócesis, o a no haberlos en ésta, de la misma provincia, en un colegio situado cerca de las mismas iglesias o en otro lugar oportuno a elección del Obispo”.

Señaló el Concilio que los alumnos del seminario deberían tener al menos doce años, haber hecho lo que hoy llamamos la enseñanza primaria y ser de buena índole y dar esperanza de que querrán abrazar el estado eclesiástico. Dice el Concilio que, aunque no se rechaza a los hijos de los ricos, pero que se prefiera a los hijos de los pobres: “ Pauperum autem filios praecipue eligi vult, nec tamem ditiorum excludit”. Dio normas el Concilio sobre cómo deben organizarse los seminarios y señaló con toda claridad que su misión es ser un plantel perenne de ministros de Dios. Insistió en que los seminaristas deben asistir cada día a la santa misa, confesar y comulgar con frecuencia, y pide el Concilio que los aspirantes al sacerdocio se aprendan la Sagrada Escritura, los escritos de los Santos Padres y los libros litúrgicos, y manda que los seminaristas ayuden en las funciones litúrgicas de la catedral y de las demás iglesias, siempre a criterio del prelado diocesano, asesorado por dos canónigos y por dos clérigos de la diócesis. Señala el Concilio de dónde puede el Obispo tomar fondos para costear los gastos del seminario y dice que los que tienen prebendas de enseñanza tienen obligación de dar clase en el seminario (sesión XXIII).

Sin duda alguna la institución de los seminarios diocesanos, cuando se generalizó en la Iglesia, cambió el clero secular a una vida modélica y le dio una capacidad de predicar y dar catecismo que no se había conocido en los siglos anteriores. Se empezó a cumplir el ideal del sacerdote diocesano que había tenido y vivido un San Juan de Ávila por ejemplo. Poco a poco la enseñanza de los seminarios, su disciplina, su espíritu de piedad etc. llevaron al clero secular a tener un espíritu pastoral y una vida en tantos casos verdaderamente ejemplar.

Será oportuno recordar aquí que cuando Enrique VIII de Inglaterra se autoproclamó cabeza de la Iglesia en su reino, arrancando a cuantos lo siguieran de la comunión con la Iglesia Católica, todo aquel clero que se avino al cisma del monarca Tudor no había sido criado ni formado en seminarios, y su carencia de una verdadera formación le llevó a seguir al rey, salvo las escasas excepciones de quienes como el obispo San Juan Fisher o el Vicario de Isleworth, Beato Juan Haile, prefirieron la muerte a la apostasía. Y lo mismo pasó en los países nórdicos, donde al aceptar sus monarcas la Reforma, la aceptó el clero masivamente, y el pueblo fue arrastrado a abandonar desgraciadamente la Iglesia.

El panorama será distinto cuando la Iglesia cuente con un clero bien formado en los seminarios. Es el caso de Francia cuando llegó la Revolución y se dictó la Constitución civil del Clero, que quería arrancar a la Iglesia de Francia de la comunión con Roma, como Enrique VIII había arrancado la Iglesia inglesa de dicha comunión. Pero el clero francés, criado en magníficos seminarios, tantos de ellos obra de San Vicente Paul o de San Juan Eudes, se negó al cisma, y cientos de sacerdotes prefirieron la guillotina, o los pontones de Rochefort, o las varias cárceles parisinas antes que renegar del primado pontificio y aceptar a la autoridad civil como primado de la Iglesia.

Y los católicos ingleses, los que perseveraron católicos pese al cisma, a la vista del desastre que hemos señalado, pensaron que lo oportuno era abrir seminarios fuera de Inglaterra donde se formara el futuro clero inglés que se ordenaba ya con la misión de regresar a Inglaterra e invitar a sus compatriotas a reintegrarse en el seno de la Iglesia. La reina Isabel, con su odio al catolicismo y su crueldad sanguinaria, estableció severísimos castigos para los procedentes del seminario de Douai y los demás ordenados en el extranjero.

El espantoso martirio a que eran sometidos los sacerdotes ordenados fuera de Inglaterra y que soportaron tantos de ellos con fortaleza increíble demostró con claridad que lo necesario para tener un clero firme y decidido a servir a la Iglesia era hacer pasar a los aspirantes por magníficos seminarios. Monseñor Repetto Betes es párroco de la iglesia de San Dionisio

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