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Crítica

Puesta en escena y colorido con el sello inconfundible de 'La Cubana'

  • El Villamarta se convierte en una sala de velatorio loca y divertida

La Cubana representa la obra 'Adiós Arturo' en Villamarta

La Cubana representa la obra 'Adiós Arturo' en Villamarta / Miguel Ángel González (Jerez)

Obra: Adiós Arturo.

Reparto: Compañía La Cubana. Dirección: Pep Antón

Teatro Villamarta. 24 de enero de 2019.

Ya de por sí, los fans de la compañía 'La Cubana' suelen ser fieles. Además tienen a bien, ser fanáticos de su humor y de su ironía. Ante este camino allanado, toda propuesta de estos magos de la puesta en escena, tiende al éxito seguro. El patio de butacas se convierte en camerino. Los espectadores se creen personajes durante dos horas. El ambiente está más que aderezado para la ocasión. Las bambalinas, hervidero de estilismo. Las actrices y actores, predispuestos a disfrutar. La risa como paradigma de la terapia. Lo comercial llevado al extremo. Ante este panorama, quien no se atreve a dejarse llevar durante los minutos que dura la función y, casi sin proponérselo, durante los días siguientes a ella.

La recreación del Villamarta como una inmensa sala de velatorio a la que acuden todos los interesados en dar un pésame es el principio de la gama de sensaciones que el espectador experimenta. El velatorio en sí, y los días anteriores y posteriores se utilizan para crear una feria de ganado multicultural, protagonistas todos por igual, malabaristas de proscenio y escenario que entran y salen en mutis todos justificados y que más que un estilo o una técnica teatral, es la propia idiosincrasia de 'La Cubana'. Se suman personajes llevados al disparadero, a modo de esperpento, cual técnica maravillosa para reírse de uno mismo, creando y retratando personajes embadurnados de poética. Así, para hacer renacer en cada espectador sus emociones, los maravillosos comediantes que van de pueblo en pueblo haciendo reír se reinventan en cada parodia, en cada número, en cada salto al vacío, para poder despeinar a la gente, desvestirla de artefactos y mostrarse a cuerpo descubierto. Siempre, eso sí, con la enorme profesionalidad de quienes dominan el arte de la interpretación como nadie, y con el enorme esfuerzo físico que toda propuesta de esta compañía destila. A la sala llega el frenético ritmo existente entre cajas, los numerosos cambios de vestuario, maquillaje y registros, e incluso se sienten palpitar corazones tras una escenografía pragmática y visualmente muy conseguida.

En la trama, hay un denominador común: conseguir que la gente que ve el espectáculo se mire al espejo de vez en cuando. Que sepan descifrar las pistas que nos da un espectáculo para pensar en el presente y en el futuro. El nudo dramatúrgico se construye desde el surrealismo, cargado de intenciones y con un desarrollo escénico peculiar, dejando el planteamiento del problema para un último acto, lleno de guiños al vodevil, la comedia griega y el esperpento. Es ya conocida la reverencia de este grupo a la catarsis de la ficción gestual, oral y del estilismo más extremo, acomodándose a una puesta en escena dinámica y arrolladora, que en este caso, comienza con un prólogo imbricado en la cultura flamenca jerezana, y desarrollando sus sketch de forma predeterminada para la presentación de todos los familiares y amigos que en un momento dado hacen de buitres para cualquier presa moribunda. La muerte es entendida en su justa medida.

En esta atracción de feria que es la camioneta de la sala de los espejos, 'La Cubana', sigue recorriendo ferias y pueblos, invitando a los paisanos a subir al carromato y mirarse en ellos, sin prisas pero sin pausa, haciendo que lo absurdo cobre protagonismo puesto que las imágenes que proyectan y las que reciben los espectadores se tamizan con el filtro de la conciencia teatral. Conciencia que consiguen crear desde el primer minuto, desarrollada con números entrelazados, desde un inteligente y divertido enganche inicial con la ciudad a la que se visita que en esta ocasión rinde homenaje al vino y al flamenco. Así, continúan las deformaciones de la realidad, magnificadas para la diversión, sin solución de continuidad, justificando un conflicto, por el grupo que mejor puede hacerlo, y que acaba siendo un espejo social, una crítica exagerada a la realidad más cruda de nuestro ser, la de la muerte, que durante tantas civilizaciones ha sido tan analizada, pero que siempre que nos asomamos a ese espejo, acabamos enfrentándonos a él. Con narcisismo o sin él, con lejanía o cercanía, pero por supuesto, con la desazón que conlleva cualquier sala de espejos preparados para la ocasión.

La iluminación, el sonido y la escenografía, meridianamente limpias, dignas y perfectamente sincronizadas. Una sala de tanatorio repleta de coronas de flores crea ambiente. Proyecciones de apoyo en fondo esclarecedoras. Los cambios, a vista, perfectamente sincronizados mantienen el dinamismo en todo momento. Actores, actrices, técnicos y figurantes, todos a una. Y una dirección cuidada, que en todo momento, vela por la mejoría del espectáculo. De esta forma, el velatorio se hace corto porque en esa feria de vanidades donde el espectador se siente partícipe, falta tiempo para mirarse al espejo. La realidad supera a la ficción. Con propuestas así, al salir de la función, todos los presentes se han sentido importantes. Al menos, de vestíbulo hacia dentro. En sus casas, y delante del espejo, cada cual es ya responsable de su vida, de la imagen que se refleja, y de lo que quiera llegar a ver. O sentir.

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