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Debe de ser agotador. De todas las variedades de la venta ambulante que se me ocurren así a bote pronto, hay una, la del parlamentario andaluz, que me parece especialmente aperreada. A las fatigas propias del oficio hay que sumar otro factor de riesgo. Por las peculiaridades geográficas de nuestra región, que es enorme, el parlamentario andaluz (a diferencia del parlamentario asturiano o del que se dedica a parlamentar en la escueta comunidad de Murcia) tendrá que pasarse media vida en carretera para poder ir de una punta a otra.

Será por eso que un parlamentario de Almería y otro de Jaén se han visto obligados a dimitir. Bueno, será por eso y será también porque, aprovechando las peregrinaciones que hacían hasta Sevilla para trabajar, habían ideado los muy cucos un negocio que habría sido redondo si no los llegan a pillar. Por un lado se embolsaban las clásicas dietas de desplazamiento que abona el Gobierno y, por otro, se sacaban un sobresueldo cobrando una minuta a los pasajeros que llevaban y traían en el coche, logrando así que estos viajes oficiales no fueran del todo en balde.

Es desolador. Que un parlamentario tenga que convertirse en taxista clandestino para sacarse unas propinas con las que subsistir es algo que nos tendría que hacer recapacitar a los andaluces de buen corazón. Una cosa es prestar desde las instituciones un servicio público a los ciudadanos y otra muy distinta tener que ayudarnos con el equipaje, subirnos las ventanillas cuando nos moleste el aire y pararnos en las ventas de carretera cuando no podamos aguantar más las ganas de hacer pis. ¿Pero dónde se ha visto que un señor parlamentario tenga que hacer esos trabajos de subalterno? Tanta austeridad no puede ser buena. ¿Acaso nadie se acuerda ya de cuando los políticos se ponían las botas con aquellas mariscadas heroicas? ¿Y cuando descorchaban las botellas de vino con la única condición de que fueran prohibitivas? A veces dejaban los restaurantes como los habría dejado el mismísimo Atila si en la época suya hubieran existido las tarjetas de crédito. Pero sobre todo era grandioso saber que lo hacían todo por servir al pueblo y que, por esa misma razón, no tenían inconveniente en trabajar un sábado, un domingo o cualquier día en que se pudiera pedir factura para cobrar luego la dieta.

El caso dramático de estos parlamentarios que han tenido que dimitir por querer llevar a casa un poco de pan me hace sospechar que hemos ido demasiado lejos. Si hay diputados que tienen que hacer de chófer a escondidas, ¿quién nos asegura que en la Moncloa no se están alquilando habitaciones para turistas? ¿Cómo saber si las ministras solteras no comparten piso para ahorrar? ¿O si las carteras de piel que les dan las tienen que llevar a la casa de empeños? Pensamos que aquí se están pegando la vida padre y a lo mejor todo un líder de la oposición tiene que completar el sueldo ayudando a recoger las mesas en un bar, o repartiendo propaganda, o cosiendo para la calle.

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