No hace muchos años, un imputado en el caso de los ERE, ex consejero para más señas, intentó excusar su comportamiento arguyendo que él era un simple maestro y no comprendía las complejidades de los hechos que se le adjudicaban. Como estrategia de defensa, estaba en su derecho y no seré yo quien ponga en cuestión su licitud. Pero como hijo, nieto y bisnieto de docentes, sí me molestó el desprecio que destilaban sus palabras hacia una profesión que debía ser objeto de honra y no de mofa. Más en nuestra tierra. Hace apenas tres décadas, uno de cada diez andaluces era analfabeto. Y todavía queda una tarea ingente por hacer, como demuestra cada edición del informe PISA.

Los maestros son como los vinos. Se reconocen a los buenos por contraposición a los malos. Y éstos quedan relegados al olvido, afortunadamente. En mi caso, he tenido la suerte de tener profesores memorables a los que no llegué a apreciar hasta años, o incluso décadas después. Y no sólo por sus conocimientos. Recuerdo ahora la bonhomía de Juan Sánchez, el hombre que le puso un once a un compañero impertinente que no se contentaba con un nueve, el único maestro que me inculcó lo poco que sé del flamenco, y del que lamentablemente desconocía su faceta como Juan el de la Zaranda hasta que leí su obituario. O la profesora de Historia del Arte que me provocó largas noche de estudio y una amplia panoplia de maldiciones contra el barroco. Muchos años después, viajando por primera vez a Italia, comprendí la raíz de su pasión mientras me abría paso a codazos por la Capilla Sixtina sin poder dejar de mirar a los frescos de Miguel Ángel. O esa profesora de inglés ya fallecida que organizó el viaje de fin de curso con el que descubrimos el Valle del Loira cuando muchos no sabíamos ni señalar a París en el mapa. Fueron simples maestros, pero sus alumnos les debemos mucho de lo que somos. Sinceramente, espero que la carrera docente de este ex consejero haya sido corta, y que sus pocos alumnos le hayan relegado al olvido que se merece.

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