Jerez es una ciudad extensa y deslabazada. El cinturón de bodegas que rodea el centro tiene mucha culpa de que las nuevas barriadas hayan crecido física y emocionalmente separadas del casco histórico. Coser urbanísticamente el centro y la periferia era y es una tarea ingente. Poco se ha hecho en las últimas décadas, salvo escasas excepciones como la calle Sevilla, o la reurbanización de la avenida de la Paz, con ese puente de dudosa estética sobre la calle Arcos. Habrá nostálgicos que echen de menos el olor a vino de la calle Circo, pero muchos aún recordamos que no era precisamente el lugar más seguro, sobre todo al caer el sol.

No hay mejor muestra del abandono al que está sometido el centro que pasear desde el Arroyo hasta la plaza del Mercado pasando por San Lucas. Existen pocos enclaves donde uno puede encontrar tal repertorio de casas y palacios abandonados. Y a la vez, confieso que es mi parte favorita de la ciudad. Cada vez que tengo una visita, no dudo en llevarla a esa zona que no sale en las guías ni recomiendan en los hoteles. Me suelo detener en esa herida abierta que fue el solar de la ciudad del flamenco, quizás porque por motivos profesionales domine más su historia. Allí hablo de un ayuntamiento endeudado que una vez más, se acercó demasiado al sol y quiso replicar el efecto Guggenheim sin tener una base financiera sólida. Y cómo ese sueño se vino abajo por la crisis y quizás, porque un proyecto de ese calibre es inviable sin un mínimo consenso institucional.

La última vez fue hace unos pocos días. Habíamos salido de la calle Barranco, tras contemplar ese edificio andamiado que nos prometen que será Museo del Flamenco, si es que no se cae antes. Al llegar a la renovada plaza Belén, vimos una escena que habría pasado desapercibida en cualquier otro sitio, pero que allí, tras años de cerramiento y olvido, no dejaba de llamar la atención. Había niños jugando. Y a su lado, un grupo de padres charlaba tranquilamente. En definitiva. Había vida. Y sin efecto Guggenheim.

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