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El dos de noviembre se conmemora a los fieles difuntos. Basta con visitar los cementerios para darse cuenta de cómo los vivos cuidan o abandonan a quienes les precedieron. Cada cultura tiene su manera de lidiar con la muerte. En algunos sitios es un asunto que no se aborda en las conversaciones, como si se tratara de ocultar, como si fuera un tema tabú que hay que cubrir con un velo tal vez por pudor o tal vez por miedo, porque la muerte no deja a nadie indiferente. Una sociedad que olvida a sus muertos no puede mirar al futuro con la mente despejada porque los antepasados, todos esos abuelos, bisabuelos, tatarabuelos y demás, han dejado en sus descendientes huellas indelebles que configuran el temperamento, la inteligencia y hasta los rasgos físicos. Cuántas veces se ve en los hijos la mirada del padre, la risa fácil de la abuela o el gesto cómplice del bisabuelo. Somos seres individuales, únicos e irrepetibles, pero nuestra vida es la continuación de una estirpe familiar que nos ha dejado una innegable herencia genética que se sigue transmitiendo a las generaciones venideras. En países como México la tradición indica que en esta fecha las almas de los que ya habitan en el más allá vuelven alegres a pasar un día con los suyos. En muchos hogares se les recibe con altares donde se colocan las fotos de los difuntos, algunas de sus pertenencias, agua, papeles recortados de colores, flores, velas, un pan dulce especial y los platillos que más gustaban a los que ya partieron. Coincidiendo con esta fiesta llegan a los bosques de Michoacán, en el centro de México, millones de mariposas monarcas que viajan desde Canadá para resguardarse del invierno. Arriban al igual que lo hacen las almas para disfrutar del calor de sus seres queridos, de la comida, de la música y de todo aquello que perpetua el lazo imperceptible que une la vida con la muerte, porque si al nacer es un gran suspiro el que nos introduce a la vida, al morir, un suspiro a destiempo nos indica el cambio de rumbo.

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