Tribuna libre

"Consumatum est" (San Juan, 19-30)

 SIEMPRE he sentido la Semana Santa como un tiempo para la reflexión, un paréntesis preñado de emociones y de cierta melancolía. En casa, desde niños hemos escuchado decir a mi madre que la semana de Pasión rezumaba tristeza, nada que ver con la realidad de la alegría de las vacaciones, y la posibilidad de disfrutar todos juntos de un Jerez más alegre, más sencillo, más fraterno. Esos sentimientos los fui comprendiendo poco a poco, conforme iba creciendo en estatura y mi diálogo íntimo con las imágenes aunaba la Fe y la curiosidad por entender mejor el artificio artístico. De las primeras sensaciones sobrecogedoras del paso del Santo Entierro en la calle la Sangre, Las saetas en el balconcito frente a la puerta de la epístola de San Lucas, o el discurrir para mí entonces misterioso de las hermandades bajo la ventana de mi tía Micaela en el Barranco, fui pasando a la admiración por la diversidad y la belleza de nuestras imágenes cristíferas y marianas. El ascua resplandeciente de los pasos de palio, sus sonidos y aromas, el rostro de las Vírgenes, la mirada, siempre la mirada. 

Sin embargo tengo que declararme “padrera”, mi debilidad por las imágenes de Jesús es pública y notoria. Nuestra imaginería polícroma tiene en el ciclo iconográfico relativo a la Vía Sacra una de las páginas más completas y hermosas de nuestro patrimonio cultural. Desde el domingo de Ramos al Viernes Santo, encontramos la ilustración artística de las quince estaciones que narran la Pasión y Muerte de Jesucristo.  Impagable la labor de conservación y transmisión desarrolladas por las hermandades y cofradías generación tras generación. A lo largo de estas décadas hemos podido asistir al cambio de actitud experimentado en el seno de las mismas, alumbrado por una progresiva conciencia de conservación. El firme convencimiento de que son custodios de la propiedad simbólica del conjunto de la sociedad ha determinado la seriedad creciente en su conservación, y la probada excelencia profesional de los restauradores en los que se  ha confiado. Atrás ha quedado la improvisación a favor del conocimiento y el respeto absoluto a la pericia técnica y la correcta información histórica, estética y formal. 

Desde la primera estación encarnada el domingo de Ramos por la imagen de Cristo Rey en su entrada triunfal en Jerusalén, hasta la alegoría de la sepultura de Cristo correspondiente a la decimocuarta, representada en el Viernes Santo por el Santísimo Cristo del Calvario, dormido en la excepcional urna de plata y cristal  cincelada por Juan Laureano de Pina en el último tercio del siglo XVII.  Disfrutamos así,  de un rico repertorio iconográfico y estilístico, que evoluciona desde el  Christus dolens de tradición medieval encarnado por el Santísimo Cristo de la Viga (patente aún en él el ascetismo gótico en la definición de sus volúmenes angulosos y el excesivo patetismo de sus facciones esquemáticas y expresivas), a los Crucificados barrocos, plenos en su definición anatómica y sus posibilidades expresivas a lo largo de los siglos XVII y XVIII, hasta llegar a las valientes y a veces no comprendidas propuestas contemporáneas, pasando por las interpretaciones academicistas en el tránsito del siglo XIX al XX.

Hoy, ya en los momentos finales de la Pasión de Cristo, Jerez verificará en sus calles el final del martirio y la promesa de la Resurrección. De entre todas las estampas de estos retablos itinerantes que en pleno siglo XXI perpetúan la vigencia de nuestra tradición cultural barroca, quiero detenerme en la estación decimotercera, la que describe  el Descendimiento de Cristo. La Pontificia y Venerable e Ilustre Hermandad de Nuestra Madre y Señora de la Soledad y Sagrado Descendimiento de Nuestro Señor Jesucristo, cobijada en la Iglesia de La Victoria del antiguo convento de Padres Mínimos de San Francisco de Paula, supo en los años centrales del siglo XIX apostar por la renovación estética, sin arriesgar ni un ápice la efectividad devocional y emocional de la talla. La antigua hermandad fundada en 1564, eligió para tal fin al escultor Luis Ortega Bru, contradictorio y genial, de cuidado oficio, inquieto talento y alma vibrante. Su nombre se pronuncia con frecuencia en la Semana Santa jerezana, su presencia es sobradamente conocida, pero quiero resaltar en estas líneas su valiosa aportación en la renovación del  lenguaje plástico procesional.      

Leal a la descripción literaria, recogida por los Evangelios canónicos y apócrifos, “desclavan a Jesús y se lo entregan a su madre” (Mt, 26,57), el grupo escultórico recoge el momento en que José de Arimatea, miembro del Sanedrín, desciende el cuerpo de Cristo de su patíbulo con la ayuda de una sábana y el auxilio de  Nicodemo, responsable de la extracción de los clavos de Cristo y discípulo también de Jesús. Dos escaleras descansan en el travesaño de la cruz arbórea, y por ellas descienden los dos santos varones envueltos en movidos y ampulosos paños. El escultor sanroqueño se ajusta a la iconografía contrarreformista, desarrollada en la representación de esta escena a partir del Renacimiento y Barroco, donde a los santos varones que contempla la tradición bizantina, se le suman la madre de Jesús, el discípulo amado y las tres Marías.

La novedad del conjunto, su auténtica trascendencia, reside en su renovación descriptiva, de una rotundidad y expresividad absolutas, apoyadas en una técnica agresiva, lacerante, rica en matices y plena en sus efectos. El cuerpo de Cristo pende pesado y absolutamente creíble, con su encarnadura macilenta en una entrega total. La huella de la gubia, la mano del escultor se refleja en cada pliegue, en cada corte de la madera, en ocasiones abocetados, en otras delicada e intensamente modelados. Los evidentes valores plásticos del modelado anatómico quedan subrayados por una prolija descripción pictórica que va más allá de la policromía. Su caminar por las calles de Jerez, nos permite apreciar en toda su complejidad la composición de este grupo escultórico, con tantos puntos de vista posibles como ángulos de visión nos permite su estereometría. 

(*) Es profesora titular de Historia del Arte, Universidad de Cádiz.

 

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