
El Palillero
José Joaquín León
La Liga de los Arruinados
RAFA Benítez ha publicado un libro en el que dedica poemas a la pereza. Como es sabido que se canta a lo que se ama, yo me siento muy identificado con Rafa y siento sus versos como míos.
No soy el único. Lo mismo la Historia que la Literatura han consagrado perezas legendarias. Ahí tenemos a Fedra que, hastiada del desamor de su hijastro Hipólito, se pasaba las horas muertas tumbada al pie de un mirto, pinchando sus hojitas, una por una, con un alfiler de oro.
Entre mis lecturas favoritas se encuentra el 'Derecho a la Pereza', que escribió el yerno de Marx, Paul Lafargue. En ella proclama una verdad como un templo: que el derecho de todo hombre a disfrutar de la molicie es derecho natural. Fue Lafargue un hombre consecuente con sus ideas. Ejerció como médico, pero con tan poca dedicación que apenas sí atendía algún enfermo. Cerró la consulta y se hizo fotógrafo, pero de nuevo su indolencia lo dejó sin clientes y tuvo que abandonar la fotografía. Al fin, una vez que gastó todo el dinero que recibió como herencia de Engels, el discípulo de su suegro, decidió que, antes que ponerse a trabajar, era mejor suicidarse. Para morirse en postura más acorde con sus principios, se tumbó en la cama junto con su esposa y se inyectaron ambos una dosis letal de morfina. Por coherente, Lafargue es uno de mis héroes.
Los andaluces tenemos fama de flojos, como los catalanes la tienen de tacaños o los vascos de rudos; pero, por lo menos la nuestra, creo que es inmerecida. Que un albañil de Ecija pare un ratito su trabajo de repello de una azotea para fumarse un cigarro, mientras contempla la hermosura de su pueblo, cuajado de torres; como que un tractorista de Tarifa apague el motor de la cosechadora sólo para admirar las primeras luces de Tetuán no es signo de flojera, sino, en todo caso, exceso de gusto por la belleza.
La flojera no es necesariamente fruto de la indolencia; incluso no pocas veces es el reflejo de una intuición genial. Es el caso de Lorenzo 'El lacio', uno de los flojos más flojos que he conocido en mi vida. Se llama en realidad Lorenzo Merchán, pero todo el mundo lo conoce por el mote, que se ganó desde muy joven por su flojera, sorprendentemente bien asentada en alguien con tan pocos años.
Me viene ahora el recuerdo de una anécdota que ilustra bien lo que digo. De estudiantes, fuimos a vendimiar varios compañeros. Nada más llegar a la viña, mientras los demás nos mirábamos en un rincón, agobiados por la dureza del esfuerzo que nos aguardaba, él empezó a trajinarse al manijero y riéndole las gracias, hasta que consiguió que lo hiciera aguador, evitándose así el duro esfuerzo del trabajo encorvado sobre las cepas, bajo el sol terrible. Como el cortador de uva necesita sudar mucho, porque el sudor evaporado refresca el cuerpo, el trabajo de los aguadores es primordial en la vendimia, de ahí que se les mime más que al resto de los peones. De siempre, la costumbre en Jerez era un aguador por cada treinta hombres y un cántaro por hombre.
Pero los planes de 'El lacio' tenían un fallo que, debido a su inexperiencia, no había previsto: arrastrar un cántaro lleno de agua, de liño en liño, y sobre todo, levantarlo a pulso, a cada dos por tres, para servir a los sedientos, puede ser más agotador incluso que cortar uva. Antes del medio día, sin embargo, ya tenía una solución para ahorrarse todo aquel esfuerzo : buscó un bolígrafo Bic, le sacó el tubo de tinta e introdujo la carcasa en el corcho del tapón, convirtiéndolo en una especie de canilla. Se ajustó la vasija a la espalda con un correón de cuerda, y cuando lo vendimiadores solicitábamos con un "¡¡Aguaó!!" su presencia, él llegaba tan tranquilo, esbozaba una sonrisa, y haciéndonos una reverencia, dibujaba un arco fresco de agua entre su cántaro y nuestra mano. Al principio, desperdiciaba mucha, pero ya por la tarde le había cogido el tranquillo a la cosa y el chorro se derramaba justo sobre el vaso que le ofrecíamos.
El caso es que ni los más veteranos de los vendimiadores habían conocido nunca a un aguador que visitase los puestos con tan buena cara y acabase la jornada tan descansado. Hubo quien achacó el invento a la flojera innata de 'El lacio', aunque a mí me parece que el invento no fue fruto de su indiscutible pereza, sino de esa intuición rápida y genial para ahorrarse esfuerzos con que la naturaleza premia a ciertas personas, infinitamente más fecunda que el laborioso razonamiento de muchos ratones de biblioteca.
Así es. La intuición es la flojera de la razón, y no son pocos los inventos geniales de la humanidad que han nacido de la intuición de los flojos: el arado lo inventaría seguramente uno que cuando le llegó su turno de labranza - harto de ver sudar a los demás, arañando la tierra, doblados sobre ella - vio de pronto la imagen de un artefacto de palo atado a la grupa de una bestia, rajando el suelo; como la rueda se deberá sin duda a un flash que iluminó al más zángano de todos los que se ocupaban de acarrear piedras.
Creo que no debemos criticar a los flojos porque, en realidad, la meta de casi todos los hombres es la indolencia absoluta. Por alcanzar la jubilación que nos regalará días y días de no dar un palo al agua, soportamos durante largos años un trabajo que nos desagrada. Por que llegue el momento en que podamos pasar las horas muertas, sentados a la sombra de una parra sin hacer el esfuerzo siquiera de fijar la vista en algo, hacemos las miles de horas extraordinarias que nos permitirán ahorrar para hacernos con un pedacito de tierra. Que nadie lo dude: el hombre verdaderamente inteligente es el que nunca ha dado un palo al agua o el que se ha pasado media vida bajo un árbol mirando a las musarañas, porque han sabido empezar por donde terminan los demás. En el balance de la vida nadie tiene más haber en la partida 'Felicidad' que un flojo.
Esta intuición, tan común en los flojos, de que la sabiduría está en empezar por el final no es, sin embargo, exclusiva de los hombres. Recuerdo ahora mismo a 'Warrior', un viejo caballo de carreras cuyas victorias en los hipódromos enardecían al público, porque, sin ser el más veloz, pocos caballos le ganaban en coraje y en corazón, y casi ninguno ponía tanto afán en vencer.
El día de un Gran Premio que 'Warrior' había ganado ya cinco veces, se negó a salir cuando abrieron las cajas, a pesar de los fustazos del jockey. Había corrido tantas veces en ese hipódromo que se lo conocía de memoria; y sobre todo, sabía que el esfuerzo que le estaban pidiendo consistía simplemente en que diera vueltas y más vueltas a aquel recinto ovalado hasta llegar al mismo sitio en el que ya estaba. Decidió entonces quedarse en él. Su dueño le gritaba indignado llamándole haragán. Yo, en cambio no podía dejar de mirarlo, admirado de su instinto de flojo… Casi humano.
Me hubiera gustado compartir ese momento con Rafa. Los dos hubiésemos llorado juntos viendo la indolencia magnífica de 'Warrior'. A fin de cuentas, llorar no exige ningún esfuerzo.
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