No llegué a conocer personalmente a Mila Izaguirre. Los primeros que me hablaron de ella fueron Vicente Vela y Jesús González, miembros activos de aquella generación de artistas -Joaquín Cañete, Carlos y Juan Ayala, Juan Gutiérrez Montiel, Eladio Gil, Pepín Caballero, Salguero, Juan Padilla, Manolo Daza, María Manuela Pozo... - que se apartaron de los esquemas que existían en Jerez y buscaron nuevos horizontes donde atisbar espacios menos constreñidos que los que, aquí, existían. Mila tenía un hermano, que murió muy pronto y que, también, pintaba con ellos. Más tarde me fui enterando de que Mila vivía en Madrid y que realizaba una obra figurativa con planteamientos distintos a los habituales. Desde entonces me encontré en varias ocasiones con la obra de Mila. 

Efectivamente había en su pintura un atractivo interés por descomponer la forma y atomizar la representación en miles de cuadraditos que daban una nueva dimensión a la ilustración de la realidad pintada.

La obra de Mila atraía por su inquietante composición, por su minuciosa estructura y por su contundente divisionismo. Mila, con esa manera de desarrollar la forma plástica y de manipular la escena llegó a interesar a una gran parte de la profesión que le permitió acceder a muchos y buenos espacios y foros artísticos, ocupando un lugar preferente en una parcela expositiva muy singular de la pintura figurativa.

Mila Izaguirre nos ha abandonado para siempre, su pintura llena de infinitos argumentos plásticos y de pequeños registros conformantes de una realidad más amplia ya no va a tener detrás a  aquella artista poderosa, capaz de convencer con sus multiplicidades compositivas al difícil estamento de un arte al que no todos eran bienvenidos.

Mila, aquella pintora diferente de Jerez, ha muerto dejándonos una personalísima obra. Se ha ido la autora pero su pintura va a permanecer eternamente imprimiendo su esclarecedora función. Ella, por siempre y para siempre.