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Cultura

La musa enferma

Era el mayor de los hermanos y el último de ellos que quedaba con vida, una descendencia arrasada por los excesos que no deben solapar lo que merece ser recordado. De los muchos que caracterizaron la vida de Leopoldo María Panero, relatados hasta la minucia, sabemos por una exhaustiva biografía de J. Benito Fernández -El contorno del abismo- que documenta los desvaríos del poeta con rigor, empatía y prolijidad tal vez desaforada, pero en todo caso reveladora de una personalidad escindida que nunca ocultó su complacencia en lo escabroso. Decía Martínez Sarrión, compañero de la aventura novísima, que ninguno de los que lo trataron en su adolescencia y primera juventud hubiera apostado largo por la supervivencia de "aquel muchacho desquiciado y sombrío, cáustico y deslumbrante", pero lo cierto es que resistió, que nunca dejó de escribir y que los largos años de mortificaciones no le han impedido cerrar un linaje -convertido en espectáculo- del que ya lo sabemos todo.

"El último poeta", lo llamó Túa Blesa -experto conocedor de la obra de Panero y el más entusiasta de sus críticos- en una monografía de referencia que sigue siendo ineludible a la hora de buscar el sentido de una lírica alucinada e inclemente, monstruosa, en la que se lleva al límite o más allá de los límites el célebre desarreglo de los sentidos del que hablara el niño Rimbaud. No es fácil datar el momento en que Panero deja de estar movido por una voluntad transgresora para instalarse en la furia, pero todo apunta a que ello ocurrió ya en los inicios de su trayectoria. La mayor parte de su obra -en la que deben contarse las muy personales traducciones o "perversiones", recopiladas como su poesía por el propio Blesa- nace por lo tanto de una conciencia desbordada o errática, que sabemos desde antiguo no se opone a la creatividad ni está reñida -su caso lo demuestra, aunque no siempre- con la altura. Hecha con los escombros de una vida en ruinas, pero también a partir de lecturas o vislumbres que desafían las convenciones no sólo literarias, la poesía de Panero señala una anomalía, pero hay que conocerla si se quiere tener una idea -no cabal- del infierno.

Como en el caso de otros malditos, lo peor de Panero eran los incondicionales que celebraban cualquiera de sus desvaríos como si fueran hazañas. En los antiguos pueblos de América y en muchas de las culturas llamadas primitivas la figura del loco era sagrada e intocable, quizá porque quienes convivían con los enajenados entendían que éstos estaban en contacto con la divinidad, pero también porque el sufrimiento, lejos de mover a la celebración o la chanza, inspira en todo tiempo un respeto atávico. En ciertos poetas el don de la clarividencia se encarna de un modo torturado y tortuoso que sólo los frívolos o los descerebrados pueden interpretar como una bendición del cielo. En este sentido, lo más piadoso que puede ahora decirse de Leopoldo María Panero es que por fin ha encontrado el descanso. Otra cosa es el poeta, autor de una obra de extensión considerable y radicalidad extrema en la que hay de todo, pues la musa atormentada de Panero -la musa enferma, como la llamó Baudelaire- inspiró decenas de poemarios oscuros, dolientes, perturbadores, con momentos endiablados y otros de una lucidez sobrecogedora. Hay en ellos, junto a retahílas confusas e inextricables, hallazgos visionarios, imágenes muy poderosas -o abiertamente brutales- y versos de una belleza desgarrada que también, aunque duela, forma parte de este mundo.

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