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Las democracias no saltan por los aires de un día para otro, desaparecen tras un largo y penoso camino de socavamiento en los pilares que la sostienen en pie, hasta que colapsan. Igual que no se construyen en un día, se destruyen lentamente. En los días que vivimos, con el argumento peregrino de que los "nuevos derechos" son los ingredientes inefables de una democracia plena, su deterioro se hace evidente a los ojos de un observador atónito, acostumbrado a oír cada jornada una majadería más atrevida que la del día anterior.

El que hasta hace un rato era vicepresidente del Gobierno -reconvertido en tertuliano pontificador- arremetió con desparpajo en la cabecera de su medio contra policías, jueces y toda institución que contraviene su perverso proyecto político, que pasa por la asociación con el terrorismo etarra, ese que ahora blanquea el Gobierno por el simple hecho de que no mata. Lo malo no es que el tipo en el tope de su ego diga en un medio de comunicación que "Isa me traería las cabelleras de todos ellos- la policía- y Echenique y yo, las quemaríamos en una hoguera con Arnaldo Otegi en Arralde". Lo triste es la certeza del deterioro de las instituciones de nuestro cuerpo político que permitieron que llegara a ser vicepresidente.

Jean-François Revel afirmó que la primera señal del menoscabo de las democracias es el triunfo de la mentira política capaz de calar en la opinión pública con tal vehemencia que es la propia ciudadanía la primera dispuesta a hacerse el harakiri. Las nuevas herramientas de acoso y derribo más allá de nacionalismos y extremismos la componen entre otras, la confusión identitaria, el imperio del género, la desvaloración de la vida humana, el falso relato, el igualitarismo, los nuevos ofendidos y la mentira que tapiza y acolcha la vida pública y compramos con inusitada ingenuidad.

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