Incedios y Urbanismo
El mar, la mar
El mar es inmenso, tiene orillas, pero están tan lejos unas de otras que no se conocen. El mar es hermoso y llena de pensamientos y de imaginación a quien se sienta en tierra y lo contempla. No hay nada más emotivo que centrarse en su orilla y esperar pacientemente que las olas una tras otra te bañen los pies. Y, mientras, tus miras al infinito contemplando cómo las olas juegan sin descanso en un juego eterno de caricias. Me ha encantado el artículo de Pedro Ingelmo, excelente escritor y excelente su historia sobre los Caños de Meca. Quiero añadir algo con su permiso, pretendo no achicar su magnífico relato.
Íbamos a los Caños en el mes de agosto, alguna vez hasta en una carreta. Y nuestras pisadas eran las primeras que hollaban la arena pura y limpia de aquella playa. En ella caían chorros de agua venida de las profundidades del monte. Y hasta iban a beberla las vacas de algunos pocos ganaderos que por allí tenían sus manadas.
Allí en aquellos años. los hombres, los niños, todos teníamos bañadores de cuerpo entero y las mujeres, no te digo, también ultra pudoroso pues hasta tenían una como faldita entre las piernas sobre el mismo bañador para, creo, disimular lo que fuera. Los bikinis tardaron un siglo. Así que la modestia y la sobriedad y el recato eran generales. Recuerdo y era famoso un ciudadano cuyo nombre no cito, que solia ir a bañarse desnudo a los Castillejos, sitio además prohibido a los niños y mayores por estar lejos y ser más peligrosas sus aguas. Mas tarde, hace 30 ó 40 años vinieron nudistas solos y en grupo, pero derivaban también a los citados Castillejos.
En verdad que los Caños era un sitio paradisíaco. Solo unos cuantos hombres (Mariano, Cachila, el Chori) vivían allí todo el año. Y su tarea era hacer empleita, y con ella fabricar escobas y otros enseres que vendían en Barbate, a donde iban caminando por lo alto de la Breña.
En suma un paraíso olvidado y solitario donde los cangrejos, las ortigas y los centollos eran sus únicos habitantes. Y, ¡cómo no!, donde el Faro de Trafalgar se encendía al llegar la noche e iluminaba con sus ráfagas todos los campos y hasta los mismos pinares que poblaban la citada Breña.
A Pedro Ingelmo le debemos su recuerdo y a su buena pluma la relación de sus encantos. Muchas gracias, maestro.
P/D.Solo puedo decir amén. Y recordar aquellos años que pasamos viendo la marea llena, la marea vacía, el corralito, la laja y los citados chorros de agua dulce que caían pródigos y generosos sobre la arena virgen.
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