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Hay cierto runrún en la calle. Nadie esperaba que lo fueran a meter preso como a un quinqui. Eso estaba claro. Pero quizás tampoco se esperara nadie que Iñaki Urdangarin fuera a estar tan pancho, pedaleando sonriente por las calles de Ginebra al poco de dictarse la sentencia, como si en vez de juzgarlo por unos delitos tan gordos como los que le sentaron en el banquillo, lo hubiesen juzgado por criar pollos de pelea en el palacio de Marivent o por pasar un poco de grifa a los colegas de Pedralbes.

El poder judicial ha vuelto a quedar en entredicho después de hacerse públicas las sentencias que les tenían en el punto de mira tanto a él como a su querida esposa (que por poco que aparezca ya en las fotos de familia, no deja de ser hermana de un rey, el de España.) Y si ha quedado en entredicho es por la sensación de chasco que algo así provoca en tanta gente como ya empieza a cansarse de escuchar que la Justicia es igual para todos mientras comprueba lo baratos que les salen a algunos los sablazos al dinero público y las falsificaciones, las mentiras con sello oficial y los chuleos a Hacienda.

Como la gente cuando se cabrea tiene tendencia al símil y a la exageración, en las barras de los bares se entabla el debate sobre lo que les habría caído a estos dos si en lugar de tratarse de quien se trata, los hubieran pillado con las manos en la masa, pero siendo él fontanero y ella limpiadora.

Pasando por alto que a los fontaneros normalmente no les adjudican contratos millonarios las administraciones públicas, y que escasean las limpiadoras apellidadas Borbón, de lo que la gente no se quiere dar cuenta es de lo complicado que es mandar al trullo a un señor que si descuelga el teléfono para hablar con su cuñado, quien se pone al aparato no es el cuñado al uso que viene los domingos a comer paella, sino todo un Jefe de Estado, Capitán General del Ejército del Aire, etc.

Más de uno, acostumbrado a ver estas cosas en el cine, ya se había imaginado al que fue duque de Palma vestido de rayas, encadenado por el tobillo a una fila de presos y cavando zanjas. Muchos imaginaban a la infanta dándole ánimos en el vis a vis, junto a las esposas de los otros manguis, que la mirarían con desprecio por aquello de la sangre azul.

Pero volvamos a la realidad. Contra la sentencia se podrá objetar que las cantidades malversadas eran enormes y que, menos falsificar billetes, el señor Urdangarin había demostrado ser un tramposo integral. Pero también hay que meterse en su pellejo. El cuñado de un rey lo que no puede es permitirse la miseria de sentarse en el banquillo por dar un palo en una farmacia o por vender relojes robados en el Rastro. Ya que ha pasado por el mal trago de enfrentarse a un tribunal, de sufrir escarnio público, qué menos que sea por infringir las leyes a lo grande, como corresponde a alguien de su posición.

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