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LAs mujeres tenemos muchas formas de transitar por la vida, algunas pasan de puntillas, sin hacer ruido, otras llegan a ocupar altos cargos, las hay que se entregan por completo a sus familias y también están las que han logrado acceder a la cumbre conciliando la vida personal y profesional. A este último grupo pertenece la jueza estadounidense Ruth Bader Ginsburg, fallecida hace unos días en su casa de Washington a los 87 años de edad. Ruth nació en una modesta familia judía y fue a base de tesón como se ganó una plaza en la Escuela de Derecho de Harvard en la década de los cincuenta, una época en la que se consideraba que el destino de toda mujer era el matrimonio.

Sin embargo, Celia Bader, su madre, quien murió cuando su hija era muy joven, le inculcó que además de ser una dama tenía que ser independiente. Ruth no lo olvidó. Así que ya casada y con su primera hija aún muy pequeña, terminó sus estudios en la Universidad de Columbia, en Nueva York, ciudad a la que Martin, su marido, tuvo que trasladarse. Años después nació su segundo hijo.

Vivió en primera persona el rechazo laboral, pues a pesar de haber sido la primera de su clase, no fue contratada en ningún bufete de abogados por ser mujer. Se le abrieron las puertas de la docencia y se convirtió en la primera profesora titular de la Facultad de Derecho de la Universidad de Columbia.

En 1972 fundó el Proyecto de Derechos de la Mujer de la American Civil Liberties Union (ACLU), llevó sus primeros casos de desigualdad a la Corte Suprema y encabezó propuestas para convencer que la discriminación, no sólo a las mujeres, sino también a los hombres, violaba la constitución.

En 1993 ingresó en la Corte Suprema donde permaneció hasta su muerte, convirtiéndose en la primera mujer a la que se le rinde un velatorio de Estado en el Capitolio. Su defensa de la condición femenina no necesitó de movilizaciones, ni de pancartas, ni de considerar que la igualdad consiste en llegar a casa sola y borracha. Le bastó con su talento, preparación e inteligencia.

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