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El pasado 27 de enero se conmemoró el día de la liberación de los campos de concentración nazis, donde el ser humano mostró ser poseedor de una maldad capaz de provocar el horror de un exterminio que ha pasado a la historia con el nombre de holocausto. No hace falta detallar lo que los prisioneros tuvieron que padecer ahí. Todos, de una o de otra manera, lo hemos conocido. Sin embargo, así como muchos mostraron lo peor de sí mismos, hubo quienes víctimas de lo que ocurría, protagonizaron historias edificantes que no han trascendido.

Una de ellas la conocí hace muchos años, cuando mi padre, al calor de una copa de cognac, me la fue deshojando. Se trataba de Benjamín, un hombre de ascendencia sefardí que había sido su empleado pero que marchó a Varsovia para completar sus estudios de piano, que era su gran pasión. Ahí le sorprendió la guerra y la invasión alemana. Capturado por los nazis fue enviado a un campo de concentración donde el hacinamiento, el miedo, el hambre y el frío se convirtieron en su rutina diaria. En aquél sitio la muerte deambulaba a sus anchas. Durante su cautiverio Benjamín conoció a Hans, proveniente de las juventudes hitlerianas, quien era casi un niño. Huérfano de padre y madre, había sido destinado a servir en el campo al final de la guerra. Cumplía a rajatabla las órdenes que recibía, pero por las noches, su mirada goteaba la impotencia retenida bajo el uniforme. Siempre que podía se introducía en las barracas y repartía clandestinamente sus alimentos entre sombras anónimas, que incrédulas, le miraban con temor. Con la liberación Hans cayó prisionero, pero entonces ocurrió lo impensable: Benjamín solicitó adoptarlo. Tuvo que vencer muchos obstáculos porque nadie daba crédito a su petición, pero al final se salió con la suya. Un sábado volaron hacia Estados Unidos, contaba mi padre, quien les fue a despedir al aeropuerto. Cuando les vio subir por la escalerilla del avión, no le cupo la menor duda de que aquello había sido una jugada maestra del Creador.

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