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No es la primera vez que ocurre. Las terapias para curar de la homosexualidad son ya una tradición que se ha ido renovando a la vez que los métodos de tortura se perfeccionaban con el tiempo. Hay terapias para hombres, para mujeres, o con una dieta especial a base de frutas y verduras. Incluso existen terapias que aplican descargas eléctricas para demostrar que, con un poco de disciplina, no solo los homosexuales, sino hasta los zurdos pueden dejar de serlo.

No es el caso del obispado de Alcalá de Henares. Allí se ofertan cursos para curar la homosexualidad, como quien se cura de un catarro, pero ni recurren a los calambrazos ni extraen la piedra de la locura como en aquel cuadro de El Bosco.

Han recibido duras críticas, pero no entiendo por qué. Igual que no veo problema en que un señor que va a la oficina de lunes a viernes, coja los fines de semana y se plante dos tetas postizas para liberarse cantando en un cabaret, tampoco tengo ninguna objeción contra el individuo que, por sus miramientos religiosos, esté dispuesto a renunciar a los placeres de la carne. O del pescado.

¿Hay que perseguir a los que acuden a una terapia para dejar de fumar o de jugar a las tragaperras? Pues entonces, ¿por qué nos vamos a alarmar si hay gente que quiere dejar de tirarle los tejos a los que son de su mismo sexo? Yo, mientras no prohíban los casinos, los bares o el tabaco, ni sea delito la homosexualidad, lo veo perfecto.

Lo malo sería que a esas creencias se les diera un carácter oficial y que, a partir de ahora, se pudiera pedir cita en los hospitales para la consulta de desintoxicación lésbica, o viniera la ambulancia a recoger a los pacientes que tienen que someterse a rehabilitación por su mariconeo crónico. Mientras se quede en el ámbito privado y no se acepte como motivo de baja laboral una convalecencia por bisexualidad de origen vírico, o por esguince de pluma, todo seguirá en orden.

Caso aparte es cuando entran en juego los menores. Igual que debemos condenar que una madre, para evitar que sus hijos se eduquen con los demás, los secuestre y los retenga aislados en una finca como si fueran bichos, deberíamos vigilar para que a otros críos, por cuestiones de fe, no se les martirice con traumas puritanos.

Si un adulto decide recibir latigazos -tanto si lo hace para disfrutar del sadomasoquismo como para dejar de ser un poco gay-, está en su pleno derecho. Pero a los menores, por favor, que me los dejen jugar tranquilos.

Si un adulto prefiere comer carne cruda, curarse las enfermedades con ritos satánicos, o acudir a un exorcista para tratarse los ataques de epilepsia, allá él, porque ni es delito hacer penitencia a través de la flagelación ni lo es dormir boca abajo como los vampiros.

Pero con la infancia hay que tener mil ojos, porque aquí, con tal de evitar que esos angelitos caigan en las tentaciones de la carne, tenemos incluso religiones que estarían encantadas si en los ambulatorios practicaran gratis la emasculación o la amputación del clítoris. Y hasta ahí podríamos llegar.

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